Emma
Salir de casa
fue lo más difícil. Para Emma, significaba admitir que todavía existía una
esperanza. Una llama de esperanza que ella misma había dejado que se apagara hacía
tiempo. Alimentar de nuevo aquella ilusión y aferrarse a un clavo ardiendo era
lo último que deseaba, pero era incapaz de ignorar aquella carta. Le embargaba
el miedo a que aquello fuese un horrible malentendido, pero, finalmente, sus
fuerzas se impusieron a la desazón.
Se miró una
última vez al espejo antes de partir. Su pelo rubio trenzado descansaba sobre
su hombro izquierdo, sus ojos azules le devolvían una mirada confiada y resolutiva.
Dejó escapar una sonrisa al ver su imagen reflejada: fuerte, imponente y
decidida. Estaba lista.
- – Vamos, Milki! – apresuró Emma a su perra, una
labrador color chocolate de seis años que conservaba la energía y vitalidad de
sus tiempos de cachorra.
Siempre que veía
a Emma levantarse por las mañanas, Milki meneaba el rabo de felicidad con gran
fuerza. A veces martilleaba con el rabo el marco de la puerta o la pata de una
mesa con tal ímpetu que parecía que fuera a romper la madera. Sólo saludaba así
a unas pocas personas. Milki vio la mochila preparada en el recibidor y supo
que Emma salía de viaje. Dejó su juguete favorito junto a la mochila para que no
se olvidara de ella, aunque nunca lo había hecho.
Emma cogió la
mochila y su impermeable, de un intenso color amarillo, y se dirigió a la
entrada de la casa que había sido su refugio durante los últimos meses. Cerró
la puerta tras de sí y su fiel compañera bajó de un salto los escalones que
separaban el portal de la calle.
Así, Emma empezó
su viaje de la manera más difícil – la única – que existe: con el primer paso.
A partir de ahí todo fue más fácil, pero reunir las fuerzas y la determinación para
tomar la decisión de dejarlo todo en pos de una vaga promesa le había costado
varios días de miedo, lágrimas e insomnio.
Inundó sus
pulmones de un aire puro y limpio que le llenó de paz, y comenzó su andadura. Dejó
atrás el barrio residencial y se dirigió a la autopista principal con paso
firme. Sentía que estaba haciendo lo correcto por primera vez en mucho tiempo.
El mundo había
cambiado: la tecnología, los atascos y la polución habían quedado atrás, dando
paso a una vida mucho más sencilla. En cierto modo, era una segunda oportunidad
para el planeta. Los árboles y las plantas habían reverdecido, más frondosos
que nunca, colmando la tierra de colores, olores y vida. La naturaleza le había
ganado la partida al asfalto y teñía de verde donde antes sólo había gris. El
olor a tierra mojada después de la lluvia era constante.
La conciencia
global había cambiado a tiempo. Sí, habían perdido comodidades, pero había
supuesto una oportunidad para una vida más pura y auténtica. Una salvación de
la vorágine del estrés, el smartphone y las prisas que consumían al ser humano.
El valor de las pequeñas cosas ahora era incalculable.
Emma recorrió la
autopista a pie durante un par de días antes de adentrarse en la naturaleza. Se
encontró con algún coche abandonado, como en aquellas películas apocalípticas
que veía de pequeña. Sobre la carretera agrietada florecían algunos brotes
verdes. “Al final, la vida se abre camino”, pensó para sí misma.
Se sintió en
libertad en el tramo que le llevaba a través de bosques y valles. Los días
encerrada en casa parecían ahora un recuerdo lejano del pasado en comparación
con la inmensidad que le rodeaba. Pronto se quedó sin víveres y aprovechó los árboles
frutales que encontraba por el camino, cogiendo sólo lo necesario. Así hizo también
con la madera que necesitó para una pequeña balsa improvisada. Cuando se secó
la madera, la reutilizó para leña los días siguientes. Lavaba la ropa a mano con
una pastilla de jabón, como había aprendido en un campamento de verano cuando
era niña. Recogía agua del río para lavarse y sólo metía los pies en el caudal
para aliviar el dolor de sus largas caminatas.
Le alegraba
tener a Milki. Le hacía compañía y su alegría y vitalidad le servían de apoyo
moral en los momentos de duda en los que se preguntaba si sería mejor dar la
vuelta.
Tras varios días,
Emma llegó finalmente a la ciudad. El mapa y las indicaciones que aún seguían
en pie le ayudaron a llegar al hospital. Se detuvo frente a la entrada,
mientras recordaba el incidente que les había separado. Meneó la cabeza,
ahuyentando aquel mal recuerdo y extrajo de su bolsillo la carta que había
supuesto el detonante de su viaje. La apretó con fuerza y avanzó hacia la
entrada.
No había nadie
en la recepción de un hospital que aún luchaba por adaptarse a los nuevos
tiempos. Escuchó voces en algún lugar del edificio, pero no quiso esperar ni un
segundo más para conocer el desenlace de su aventura. Buscó en los letreros el
número de la habitación que indicaba la carta y corrió hacia ella, con Milki
galopando a su lado.
Se detuvo a
escasos pasos de la puerta indicada. Estaba entornada, dejando escapar un
atisbo de luz y un atronador silencio. Las dudas y el miedo a la desilusión
resurgieron en su mente, paralizándola en mitad del pasillo. No estaba
preparada para encontrarse una cama vacía o a un desconocido.
Ante la inacción
de su dueña, Milki se adentró en la habitación, empujando la puerta con el
hocico. Emma seguía bloqueada por la lucha de emociones que se libraba en su
cabeza.
Un sonido
inequívoco le rescató de sus pensamientos. El repiqueteo incesante del rabo de
Milki contra la puerta y sus ladridos de felicidad no dejaban lugar duda. En
ese momento, con lágrimas de gozo aflorando de sus ojos azules, supo que la
carta no mentía. Que sólo tenía que entrar en esa habitación para reencontrarse,
meses después, con su hija pequeña.
No hay comentarios:
Publicar un comentario